La pasada semana, los diarios y redes sociales se hacían eco de una noticia que a todos nos dejó la sangre helada, la piel absolutamente erizada, el corazón galopando y la cabeza echando humos de rabia e indignación hasta por las orejas.
Una niña yemení de OCHO AÑOS, fallece en la noche de SU BODA debido a las múltiples LESIONES SEXUALES.... (para quien desee leer la noticia, puede pinchar en este enlace).
En el momento en que las personas de bien en el mundo occidental leemos sucesos de ésta índole, nos llevamos las manos a la cabeza y deseamos que las organizaciones mundiales pongan sus ojos y su fuerza en el asunto, para que crímenes de ésta índole sean eliminados de cualquier sociedad.
Con la indignación popular, se consigue que la comisaria europea Katherine Ashton, publique un comunicado de condena que inste a Yemen a proteger a las niñas de éstos matrimonio. (a pesar de que las autoridades y algunos periodistas yemeníes negaban los hechos), obteniendo respuesta del gobierno yemení de abrir una investigación sobre el suceso.
Sin embargo, en mi opinión, poco se consigue desde las organizaciones mundiales (a veces, deben conformarse con lo que los mandatarios de estos países les ofrezcan como información), y nada en aquellos casos que no consiguen salir a la luz del exterior de sus problemas.
Para evitar estas cosas, habría que transmitir a las mujeres que viven bajo el yugo de unos hombres que utilizan las palabras distorsionadas o interpretadas al uso personal, de los Libros Sagrados; que son ellas y sólo ellas, quienes deben erosionar el núcleo del problema que las alberga y que las esconde hasta poder exterminarlas, sin que sus maltratadores/asesinos sean castigados siempre que sean hombres, y amparen sus fechorías en dichas interpretaciones.
Son ellas y sólo ellas quienes tienen el poder para realizar ése cambio. Llevan siglos de subyugación al hombre. A cualquier hombre de su familia, sea padre, hermano, esposo e hijo (incluso sus propios hijos).
Cuando las voces de muchos activistas se manifiestan a favor de la liberación de estas mujeres, yo me pregunto: ¿realmente ellas quieren otra vida? ¿desean una vida independiente y propia? ¿se sienten anuladas por sus hombres y anhelan vivir fuera de las creencias religiosas, en las que ellos basan sus actos?
Muchas se muestran gustosas de sus vestiduras y de un credo que las coloca a la sombra de los hombres. Si, probablemente, sean las más occidentalizadas, aquellas que han estudiado en Universidades europeas y que desarrollan una profesión fuera de su país. Que dicen vestir sus hiyab con orgullo y por elección, sin darse cuenta, quiero creer, que lo que hacen es defender aquello que mata a sus compatriotas con menos posibilidades de vivir en el extranjero.
Otras de estas mujeres, las menos, se rebelan contra sus gobiernos y dan a conocer las situaciones que como las de la niña Rawan, las lleva a morir tempranamente a manos de los hombres.
Son estas últimas quienes deben encontrar la forma, con ayuda de todas aquellas instituciones occidentales que puedan, de conseguir que sus hermanas, madres, primas, tías, vecinas, en los países con estos credos, puedan abrir los ojos y mirar más allá de las rejillas de sus burkas. Quizá así sepan ver el daño que se causan a sí mismas y a sus hijas.
Porque yo me pregunto una y mil veces...¿cómo puede una madre yemeníe, consentir que su hija de ocho años pase por el mismo calvarío que ella pasó un día? ¿acaso las madres, incluso los padres, no deseamos para nuestros hijos todo aquello que consideramos lo mejor? ¿no vivimos intentando que nada horrible y malo les suceda? ¿no deseamos su felicidad por encima de las nuestras? ¿no damos nuestras vidas por las de ellos?
En este caso, ¿cómo la madre de Rawan pudo consentir que su hija viviera un matrimonio con ocho años y fuera entregada a su marido, un hombre de 40, como fruto jugoso que alimentara su lascivia?
Si una mujer puede consentir esto y vivir con ello sin intentar un cambio, de nada servirán nuestros lamentos.
CANCIÓN A UNA NIÑA MUERTA
Le robaron la muñeca que adormecía
en su infantil regazo,
y la ofrecieron a ella como flor inmadura
a un cuarentón de caudales babosos
que desgarró sus entrañas pueriles
segándola por el tallo.
Sus padres decidieron por ella
el instante en el que dejar de ser niña
y tronchar su espiga;
así, a un tiempo,
le evitaban ese espacio baldío
y onírico de la pubertad,
tan desorientada y sin otra lógica
que las chifladuras de la juventud;
era aún fragilidad, en formación,
y padeció el vértigo de ese salto al vacío
donde, privada de las ensoñaciones
con príncipes o emires, con coronas o turbantes,
imaginarse tejiendo camisones con hilos de oro.
Todavía era flor de harina,
no había posibilidad de levadura en su seno
y la sometieron,
la mancillaron siendo promesa de ázimo
al riguroso calor extremo del horno
de la fructificación,
donde sólo habita la codicia,
la sed irracional del néctar primerizo.
Era un durazno incipiente, verde y rechinante,
y no resistió el filo embotado de la navaja,
pues toda ella era candidez naciente
que soñaba con muñecas
y aún aplazaba para años venideros
las fantasía de mocita casadera.
Era apenas futuro no conjugado
y quedó para siempre en la lujuria
de unas sábanas ultrajadas con su propia sangre.
12-09-2013